Música litúrgica
Por: Sem. Josué Luna Ordóñez
Cuarto de Teología
La alabanza
en la Iglesia es muy importante, muchos salmos nos hablan de ello: «Cantad
para el Señor… Alabad al Señor que la música es buena… Alabad al Señor todas
las naciones… Cantad al Señor, bendecid su nombre…»,
pero es precisamente dentro de la Eucaristía donde esta alabanza se concretiza
de modo perfecto, pues se une al verdadero sacrificio que nos da la salvación.
En el Aleluya elevamos nuestras mejores voces,
nos unimos en el Hallel que es la alabanza
suprema que sólo la divinidad merece. Aleluya
es el canto para Dios por excelencia, con el que se resalta cuánto merece de
nuestras voces, nuestra mente y todo nuestro corazón.
Este canto
une a la comunidad y la hace presente, hace que la fiesta de la palabra se
torne de modo alegre y gustoso; así también, nos prepara para el encuentro con
la palabra hecha carne en el Evangelio.
El Aleluya tiene que ser cantado con
decoro, presencia, claridad, armonía y de modo sencillo, de manera que resulte
atractivo y fácil de cantar para la comunidad, incluso al tener un primer
encuentro con el canto.
La alegría
que expresa el canto tendrá que llevarnos a expresar el gozo que tenemos de estar
en la casa de Dios, para prepararnos a escucharle y porque su presencia nos
llena en un júbilo que no tiene igual.
Es por eso
que el Aleluya se omite en el tiempo
de Cuaresma, para preparar un impulso que desborde en felicidad para la Pascua,
pues Jesucristo resucitado viene a quedarse finalmente entre nosotros y en
perfecta alegría nos lleva al Padre.
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