sábado, 7 de mayo de 2016

Columna: Música

Música litúrgica


Por: Sem. Josué Luna Ordóñez
       Cuarto de Teología

La alabanza en la Iglesia es muy importante, muchos salmos nos hablan de ello: «Cantad para el Señor… Alabad al Señor que la música es buena… Alabad al Señor todas las naciones… Cantad al Señor, bendecid su nombre…», pero es precisamente dentro de la Eucaristía donde esta alabanza se concretiza de modo perfecto, pues se une al verdadero sacrificio que nos da la salvación.

En el Aleluya elevamos nuestras mejores voces, nos unimos en el Hallel que es la alabanza suprema que sólo la divinidad merece. Aleluya es el canto para Dios por excelencia, con el que se resalta cuánto merece de nuestras voces, nuestra mente y todo nuestro corazón.

Este canto une a la comunidad y la hace presente, hace que la fiesta de la palabra se torne de modo alegre y gustoso; así también, nos prepara para el encuentro con la palabra hecha carne en el Evangelio.

El Aleluya tiene que ser cantado con decoro, presencia, claridad, armonía y de modo sencillo, de manera que resulte atractivo y fácil de cantar para la comunidad, incluso al tener un primer encuentro con el canto.

La alegría que expresa el canto tendrá que llevarnos a expresar el gozo que tenemos de estar en la casa de Dios, para prepararnos a escucharle y porque su presencia nos llena en un júbilo que no tiene igual.


Es por eso que el Aleluya se omite en el tiempo de Cuaresma, para preparar un impulso que desborde en felicidad para la Pascua, pues Jesucristo resucitado viene a quedarse finalmente entre nosotros y en perfecta alegría nos lleva al Padre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario