jueves, 18 de junio de 2015

Jóvenes

MADRES, TEMPLOS DE DIOS

Por:  Sem. Josafat Lozada González
 Tercero de Teología



“Hablando de ella, al ofenderla, odiarla, tenerle rencores, expresarle vulgaridades y agresiones, debe quedarnos claro que ese templo no será derrumbado”


En la vida, tal vez muchos experimentamos el amor de una madre: el más puro, sincero y sin intermediarios, pero hoy en día son un gran porcentaje las situaciones contrarias.
En las relaciones, a una edad infantil es normal ser dependientes y buscadores de la protección más grande que existe en el mundo, la seguridad de una madre; es cierto que vamos creciendo y haciéndonos independientes al grado de que en la juventud nos creemos totalmente sabios de la vida ocasionando que las palabras de nuestro guardaespaldas de la infancia ya no pasen a ser “necesarias”, sino ahora sean nuestras sirvientas, estorbos e intrusas de nuestras vidas. Casi siempre buscamos una “verdadera libertad” de poder ser, vestir, hablar y hacer lo que queramos, pero en la realidad, a ocultas de nuestros amigos, siempre buscamos la ayuda, refugio y consuelo de nuestra primera protectora: mamá.
El término madre tiene muchos significados en nuestro mundo, especialmente en México, donde ha pasado a ser utilizado en doble sentido en diferentes expresiones de nuestro lenguaje, haciendo que se pierda el valor y el significado real. Una madre ficticia, perfecta, sumisa y callada es la que hoy algunos jóvenes quisieran tener más que a la real, de alma y cuerpo.
 La persona por la que nos desesperamos, a la que festejamos, por la que pedimos en oración, la que consuela en los mejores y peores momentos; la protectora, la guardaespaldas, la buscadora de bienes a pesar de la mala paga; la que no anhela retribución y la que es la más mal pagada por el trabajo que realiza, ella es la persona a la que hoy pareciera no importarnos, pero es esencial en la vida del hombre. Hoy en día, una madre de sabios consejos que derrama lágrimas, que sufre, que se esfuerza por los hijos, consoladora en los momentos difíciles y protectora e imagen de la madre de Dios, parece ya no existir. 
Me pregunto: ¿realmente sabemos qué es una madre? Muchas veces tratamos de llamarla como: ¡Mi madrecita! ¡Mi señora! ¡Mi madre! ¡Mi mamá! Pero ciertamente hoy es distinta esa concepción, pues las llegamos a nombrar: ¡Jefa! ¡Amiga! ¡Mi má! O el nombre de la persona o un apodo; pero no tenemos el valor, el amor y sobre todo la experiencia para decirle: ¡mamá!
¿Sabes por qué? La respuesta es muy fácil, porque en la mujer Dios no sólo puso lo necesario para que diera vida, sino porque es en ella que día a día enseña a los jóvenes que una madre es templo sagrado de su presencia, y siendo así encontramos el corazón del Señor que muchas veces es mal usado, maltratado, ignorado, despreciado, ofendido y derrumbado; cuando debería de ser al contrario, es decir que tendría que ser un templo limpio, sin desgaste, un lugar puro donde sirva para el encuentro con nuestro Padre. ¿Sabes algo más? Una madre, siendo la comparación con un templo, debería ser venerada, respetada y llenada constantemente de amor, pero al no hacerlo, es víctima de atentados, ofensas y desprecios.
Hablando de ella, al ofenderla, odiarla, tenerle rencores, expresarle vulgaridades y agresiones, debe quedarnos claro que ese templo no será derrumbado. ¿Sabes por qué? Porque en ellas abunda la gracia, porque son procreadoras de la vida y corredentoras de los hijos a los que muchas veces pagamos fatalmente.
Por lo tanto, siempre la bendición de una madre será semejante a la bendición de Dios.


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